NARRATIVA
Inés María Martiatu (Ciudad de La Habana, 1942)
Patricia
“Tras un viaje glorioso al paraíso, quiso ella forjarse una ilusión.” La voz gutural y un poco desgarrada de Daniel Santos se expande, sube y llena toda la habitación. El cantante destaca las consonantes de esa manera tan peculiar que lo caracterizaba y remata de una forma cortante cada frase melódica. Patricia, escucha. Lleva el pelo canoso, recogido con una cinta negra tras la nuca. Los huesos apenas logran ser cubiertos por la piel de aquel cuerpo tan delgado. En su pequeña habitación de la cuartería del barrio de Chicharrones en Santiago de Cuba, una cama, un sillón y otros muebles desvencijados, constituyen todo el mobiliario. El único lujo es el viejo fonógrafo y unos cuantos discos de acetato negro entre los que el de Daniel Santos, cantando “Patricia”, es el más preciado de todos. No podría saber cuántas veces lo ha escuchado. Patricia descansa en el sillón, entrecierra los ojos rodeados de arrugas, mueve los labios apenas pero no deja escapar ningún sonido, se queda ensimismada. Los momentos que atesora, buenos y malos, comienzan a colmarla, a confundirla. Su madre, sus hermanos, la silueta gorda y repulsiva de Madama Dulce y Patricia, ella misma, joven y cubierta de los más llamativos trajes de fantasías, maquillada hasta el delirio y empeñándose por parecer una de aquellas mujeres rutilantes bailando orgullosa tras la conga en los carnavales, en La Trocha. Arrastrando los pies al ritmo de los tambores. Enardecida por los cantos, el aguardiente y la disonancia sorprendente de la corneta china. Sí, es ella misma.
“Oh Patricia mujer adolorida, tan costosa que fue toda tu ilusión”. La imagen de la bella bailarina norteamericana Patricia Smith aparece entonces envuelta en todo el glamour de aquellos años 50. Las fotos de la implacable crónica roja la mostraban tras las rejas de la cárcel de mujeres, vestida con unos trajes elegantes y vaporosos que parecían completamente incongruentes con su situación. Era una asesina, una homicida, pero mantenía su rostro triste y distante, misterioso, ante las cámaras y el asedio de la prensa y el público. “La tragedia sin piedad y sin permiso traicionando su tormento de pasión”. Daniel Santos, el inquieto anacobero, el singular cantante puertorriqueño que constantemente era también piedra de escándalo en aquella Habana perturbadora y pendenciera había compuesto aquella canción para ella. “Con la fuerza de una bala fue vencido, acertando a atravesarle el corazón”. Patricia había matado a su amante un uno de aquellos arranques pasionales que tanto gustaban a la gente, sobre todo a las mujeres y que aparecían sobredimensionados en las páginas de los periódicos, en las revistas sensacionalistas y en las letras de ciertos boleros. La canción de Daniel Santos fue un gran éxito entre las mujeres que se sintieron defendidas, reivindicadas, vengadas. Aunque se trataba de una homicida, era después de todo, una mujer abusada y su verdugo había sido su propio amante, por demás un gringo rico, un hombre casado que no había cumplido una supuesta promesa de matrimonio con la bailarina de belleza exótica. Patricia, Patricia, el nombre de aquella mujer, ahora devenida en víctima estaba de boca en boca. Hacía evocar turbulentas noches de cabaret y juergas, el lujo del yate que la había traído con su amante en aquel viaje fatídico por los mares del Caribe.
Daniel Santos se hizo más popular que nunca. La gente lo abordaba en avalanchas por las calles. Su voz resonaba en las victrolas y en la radio acompañada del gemido de las trompetas y el floreo del piano. Con el pantalón al pecho, el saco hasta las rodillas y los zapatos de piel de chivo de dos tonos se convirtió en ídolo de la calle.
La canción compuesta por él no era un bolero que acusara a la mujer perjura, ni la historia de amores desventurados, ni de abandonos en que siempre ella era la culpable y merecedora de cualquier castigo. A la que no se debía perdonar ni después de muerta. “No la llores, que fue la gran bandolera enterrador no la llores”. Patricia se iba erigiendo como un mito. Adorada por las prostitutas, algunas amas de casa y por las meseras de los bares que se conmovían hasta las lágrimas cuando escuchaban la historia cantada una y otra vez en la voz de Daniel Santos.
Los reportajes del juicio, las entrevistas, toda una atmósfera de sensacionalismo rodeaba el caso de la bailarina y el magnate yanqui que la maltrataba y la llevó al punto de defender “su debilidad y honor” como remataba la voz del popular cantante en una nota sostenida al finalizar la canción.
Patricia se había hecho llamar esta otra criatura que había sucumbido al encanto de la hermosa mujer y de aquellos sucesos. Escuchaba por millonésima vez la saga de Patricia en la voz que se estremecía, se desplegaba, subía en lenta modulación, hasta restallar en tonos claramente nasales. No se cansaba de hacer conjeturas sobre la realidad de aquel drama pasional. Seguramente no había salido a la luz toda la verdad. Patricia, fue puesta en libertad gracias a algún protector, un secreto admirador quizá y se esfumó como mismo había llegado a La Habana. No se supo más de ella después de su regreso a Estados Unidos, o quién sabe si se fue a otro país y hasta se cambió de nombre. Patricia Smith. Cuántas veces fantaseaba con la idea de ser la misma Patricia. La mujer bella y triunfadora que bailaba en los mejores clubes nocturnos de allá, del norte. La que se enamoró de aquel hombre que tanto le había prometido y que luego por celos, por la bebida, quizá por drogas, la había hecho sufrir. Y se imaginaba ser Patricia enamorada, decepcionada, golpeada y maltratada en habitaciones de hoteles de lujo. Cubierta de diamantes y de los más caros abrigos de piel. Entrando y saliendo elegantísima en teatros, en cabarets, en los mejores restaurantes. Con aquel aire de misterio con que aparecía en las fotos después de la tragedia. Sí, Patricia Smith. Entonces no le quedaba más remedio que auxiliarse con los recuerdos de las imágenes de algunas películas que había visto.
Patricia podía ser Rita Hayward en “Gilda”, cuando Glen Ford le propinaba aquella sonora e inmortal bofetada. Podía ser Lauren Bacall, la flaca indiferente con la misma melena rubia de todas las películas cayéndole sobre el rostro para conquistar como quien no quiere la cosa a un Humprey Bogart siempre igual, con el cigarrillo en la boca y aquella expresión de tipo duro. Ambos figurando en muchas películas iguales, en el mismo bar, en la misma isla, en el mismo enclave peligroso y turbio en que habrían de salvarse o perecer. Él, ella, quisiera haber sido aquella mujer que después de todo había quedado para siempre en la memoria de muchos. Quién no recordaba aquel suceso, aquella historia. La voz de Daniel Santos atrapada para siempre en la placa negra y brillante. “Oh Patricia mujer adolorida”
– PARA EL NARRATIVO COMPLETO- NARRATIVA Patricia INÉS MARÍA MARTIATU