Travesía I, por Yusimí Rodríguez
Después de sacudirse en la tasa del baño y asegurarse de soltar la última gota de orine, Emma enciende la luz y va hacia el espejo para ver si los cuatro litros de agua diarios han surtido algún efecto. Se queda mirando su cara como una foto de alguien desconocido. Ni siquiera se sobresalta cuando suena el primer trueno y empieza a caer el aguacero como si hubieran abierto una ducha de pronto. Así permanece incluso cuando suena el timbre del despertador; se pregunta entonces para qué despierta una, incluso cuando ya sabe que nada puede cambiar en este mundo. Podría quedarse tiesa, morirse ahora mismo y nada cambiaría. Las espinillas negras y las arrugas siguen ahí. El banco también seguirá en su lugar aunque ella no vaya; abrirá a las 8:30, los clientes realizarán sus operaciones y saldrán satisfechos aunque no sea ella quién los atienda.
Claro que si justo esa mañana Emma hubiera decidido quedarse en casa, se hubiera perdido a Matías Delgado; pero no lo sabía. Así es que en realidad no fue por eso que se lanzó a la calle a embestir la lluvia con su paraguas como todo el mundo, y atravesó la marea de gente para alcanzar la otra acera de un brinco justo a tiempo de que un moscovich rojo no le cepillara las nalgas, aunque sí le salpicó las medias; sino porque la alternativa era sentarse frente a un curso de Historia o de idioma Inglés impartido en el televisor, con una jarra de café con leche, una jaba de galletas de sal, mantequilla y mermelada de guayaba, a cebarse y meter más granos prietos en su cara.
Caminaba en realidad sin esperanza. Sería difícil coger una guagua bajo esa llovizna, o que pararan los carros estatales en el punto de transportación alternativa, o que debajo de esa llovizna hubiera un inspector en el punto intentando parar los carros. Pero de todas formas la costumbre la hizo mirar hacia el punto y no le asombró ver el grupo de personas que se habrían detenido allí a esperar, más por la costumbre que con esperanza alguna de que pudiera parar algún carro. Y la costumbre de ver al inspector con uniforme azul y gorra hizo que Emma no reconociera al hombre del chubasquero amarillo, y hubiera seguido de largo si en ese preciso momento no hubiera levantado el hombre la mano con la tablilla para detener un carro que estaría aún a veinte metros del punto.
Emma sintió entonces el corrientazo, una especie de presentimiento de que sí había un motivo para haber despertado esa mañana, haber puesto más maquillaje en las espinillas y las arrugas, haber estrenado un perfume que le costó casi el sueldo del mes anterior. Algo dentro de sí le dijo que aquel carro llevaba su rumbo, precisamente el que nadie en el punto llevaba porque todos iban hacia La Habana Vieja o Centro Habana. Así es que corrió, corrió con los tacones a pesar de que hubiese podido torcerse un pie o resbalar y caerse sentada delante de todo el mundo. El inspector habló en voz baja con el chofer del carro y al cabo de un momento levantó la cabeza con calma y miró a todos inexpresivo antes de decir con voz también inexpresiva Linea y Paseo. Lo sabía, le dirá luego Emma a Mirna en el banco cuando vea a Matías Delgado en la puerta del banco.